Hace tiempo llegó a mis manos un relato supuestamente verídico que hoy quiero compartir con mis amables lectores (siempre he pensado que es más generoso el lector con el autor que a la inversa). Una anciana vivió en propia carne lo sucedido y lo contó a través de un periódico. Lamentablemente no puedo citar la fuente. El relato dice así:
Una señora mayor (en adelante, una vieja) se encuentra en un autoservicio. Va a la barra, pide un tazón de caldo, lo paga, lo deposita en una bandeja y se dirige a su mesa. Se sienta pero, cuando se dispone a tomar el caldo, se da cuenta de que no ha pedido pan. Se levanta, pide un bollo de pan, lo paga y regresa hacia su mesa. Pero, ¡sorpresa!, un hombre color (en adelante un negro), se encuentra tranquilamente tomándose su caldo. La viaje se dice: “no me dejaré robar”. Dicho y hecho, se sienta al lado del negro, parte apresuradamente el pan en pedazos, los miga dentro del tazón y se pone a comer lo que queda de caldo en su tazón. Seguidamente el negro se levanta y, segundos después, vuelve a la mesa con un abundante planto de espaguetis y dos tenedores.
- Señora, le invito a compartir este plato, dice el negro.
La vieja, sorprendida, se lo agradece y comienza a comer los espaguetis, alternándose con el negro, hasta que se acaban. Inmediatamente, el negro se levanta, se despide de la vieja y emprende camino hacia la puerta del local. La vieja, sin salir de su asombro, lo sigue con la mirada. Pero justo cuando el negro va a traspasar la puerta ella se da cuenta de que su bolso ha desaparecido. Piensa que la invitación ha sido una eficaz estrategia de distracción que ha dado lugar a una ingenua confianza. Pero, cuando se levanta para gritar “¡al ladrón!”, se da cuenta de que dos mesas más allá hay un tazón de caldo. Se acerca y comprueba que está lleno y que ya está frío. Es su tazón de caldo. Al lado de la mesa hay una silla con su bolso colgado. Se había equivocado de mesa cuando volvió de comprar el pan.
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